De las cenizas a la esperanza
¿Cómo poner un principio a algo que ya no tendrá fin? ¿Cuál fue la primera mirada o gesto que le hizo catalogarme cómo «presa fácil»? ¿Fueron los dos coquillos desordenados que decoraban mi mirada siempre curiosa? ¿Quizá mis vestiditos anchos, con sus cuidados encajes y lazos? ¿O acaso mi risa divertida o mis parloteos constantes?
No. No sé cómo dar comienzo a ésta, mi historia. No sé dónde se encuentra el principio de la traición, ni cuando se traspasó esa frontera que debería ser infranqueable. Pero pasó. Y con ese límite vulnerado, se secuestró todo lo que yo podría haber sido, y me sumió en un silenciado grito continuo, dónde el eco de mi dolor y mi culpa enmudecía, cómo un testigo silenciado por el miedo, la racionalidad de cualquier pensamiento «lógico».
Pero vamos a intentarlo… Érase una vez que se era una pequeña niña de 5 años que no levantaba apenas un metro del suelo, con una graciosa tez tostada que coronaba sus 18 kilos. Un marcado look ochentero que se adornaba con esa gracia sutil de las mamis «metidas necesariamente a peluqueras», con cortes de melena cuadrada, engarzada siempre, siempre, por un flequillo asimétrico, se pretendiera o no. Así me recuerdo. Una niña rebosante de felicidad, fantasiosa, con miles de preguntas y sorprendente capacidad de respuesta. Vital, valiente, profunda, intensa, espiritual y soñadora…
¿Quién confiere a alguien la osada licencia de reescribir nuestra historia? ¿Qué oscuro impulso mueve a un ser humano a dibujar en una niña un pánico amordazado por la culpa y la vergüenza? ¿Hacia dónde miraban los ojos mientras sus manos corrompían todos los sueños y anhelos de esa inocencia ya interrumpida?
No son fáciles las respuestas. Y casi nunca, cómo es mi caso, pueden cotejarse con la fuente original.
Lo que resulta del todo innegable es que las huellas de esas acciones dejaron una marca indeleble en todos mis pasos, hasta que las consecuencias, dilatadas en el tiempo e inundando todos mis espacios, me atraparon en un callejón sin salida, y me obligaron a mirar a los ojos de una niña que me resultaba absolutamente desconocida. Un ser gris, que se confundía con el paisaje de una infancia descolorida, llena de brumas, máscaras y de lapsus de memorias no vividas.
Mis abusos se dilataron a lo largo de dos años, con encuentros salpicados sin un orden lógico, porque por fortuna o por desgracia, el extraño director de esta tragicomedia cruel contaba con un amplio elenco de actores, que alternaban el indeseado papel protagonista, en función del oportunismo y la vulnerabilidad de los escenarios. Campamentos, actividades extraescolares, salidas recreativas, talleres… la cuestión esencial del depredador era poder enfundarse la piel de cordero y funcionar como un eslabón necesario en la vida de los padres y familias, para garantizarse la confianza incondicional y los espacios necesarios para perpetrar sus nada improvisados planes.
Casi ningún niño lo contó. Yo tampoco lo hice. Como el pequeño elefante de circo, aprendimos sin necesidad de mediar palabra, que era imposible escapar. Algunos frustrados por sus intentos fallidos, otros desconcertados por la falta de respuesta de los confidentes, y otros, cómo yo misma, silenciados por asumir cómo inevitables los encuentros con alguien del que nadie había conseguido huir jamás.
Sentirte cómplice de algo terrible, de lo que nunca has oído hablar, es garantía suficiente de lealtad manifiesta a un pacto de silencio que nunca fue sellado. Así, dos años después del comienzo de los abusos, desapareció de nuestras vidas para siempre, pero no así la estela de consecuencias de su paso.
Doce años tardé en romper ese pacto, y confesar, con voz audible, que esa pesadilla oscura de la que no conseguía despertar había sido real, y necesitaba ser asumida y confrontada. El contarlo no fue la solución, pero sí el paso necesario para encontrar la salida. Contarlo es abrir la caja de Pandora, después hay que ir ordenando las piezas que las salidas furiosas de los vientos desbocados han esparcido, para que poco a poco todo vaya cobrando todo sentido, y seas finalmente capaz de retomar las riendas de tu vida, y escribir, con plena consciencia, la forma en que deseas encarar todos los giros inesperados de una novela, que aunque aún inacabada, es necesaria y voluntariamente tuya.
Nadie tenía derecho a robarme mi infancia. Nadie tenía derecho a secuestrar mis sueños. Pero hoy, libre y consciente, decido que la huella de mi pasado no condicione mi futuro. Y de las cenizas de una infancia rota construyo un camino de esperanza para que ninguna otra víctima se sienta sola e incomprendida.
La huella de esa herida me acompañará siempre pero, hoy, esa cicatriz habla de batallas ganadas, horizontes alcanzados y nuevas esperanzas…
Miriam Joy Iglesias Medina
Periodista, Mediadora.
Casada y Madre de tres hijos
Impactante. Es ver paso a paso el recorrido de una amenaza latente y el silencio sepulcral que acompaña el oscuro recorrido que millones de niños lo viven y no lo cuentan porque una fuerza que no sabemos bien de donde viene lo impiden.Mi enhorabuena! por esta voz que se levanta en medio del dolor para ayudar a otros a salir adelante.